La pobreza en nuestro país tiene cara de niño, de niña. El bienestar de la niñez en Chile está en crisis – no ahora, quizás siempre-: Chile se encuentra en el puesto 41 de 41 países de la OCDE y la Unión Europea, que evalúa el bienestar infantil en relación al desempeño de los 9 Objetivos de Desarrollo Sostenible (Unicef, 2017). Según este, un 25,5% de los niños, niñas y adolescentes en Chile estarían en situación de pobreza relativa
La profundidad de las brechas de acceso y ejercicio de derechos en Chile, responde a una reproducción intergeneracional de la desigualdad entre pobres y ricos, al parecer, inexorable al modelo que hemos adoptado como sociedad.
No hemos sido capaces de garantizar el bienestar de nuestros niños, niñas y adolescentes. No contamos ni cultural, ni normativamente con un paradigma que vele por su protección y desarrollo integral, que oriente la política pública desde el enfoque de derechos y su interés superior, es decir, que toda práctica y decisión política, social, económica o moral que los afecte, debe considerar prioritariamente su bienestar mayor.
Esto porque el abandono, el maltrato y la desprotección no está sólo en la relación directa entre un adulto, individuo responsable, y el niño o niña, sino que está en una forma cultural instalada, en la conformación del vínculo social que se reproduce en lo cotidiano, en los modelos de cuidado, en los estilos de vida ¿Qué capacidad de cuidado tiene una familia que ve, constantemente, sus derechos vulnerados? La dificultad de acceso a servicios básicos, la precaria calidad de servicios como la educación, la salud y justicia, la inseguridad laboral en un mercado de trabajo flexible, la segregación y estigmatización socio-territorial en las zonas urbanas, y la profundización de la desigualdad socioeconómica en un contexto de bienestar económico, devienen en vínculos sociales débiles, reduce nuestra capacidad de mirarnos y reconocer al otro.
La vulneración de derechos es un problema social y debe disponer de toda la capacidad pública para poner fin a su reproducción.
En este sentido, el territorio adquiere un tratamiento especial al ser el espacio donde se construye el habitar cotidiano, ya que tiene el poder de acoger a la diversidad de sujetos que lo viven y lo transforman. Para los niños, niñas y adolescentes es donde se construye su identidad, lazos afectivos y valores, entonces el espacio público es un espacio formativo y performativo que debe otorgar seguridad y confianza para que desplieguen todo su potencial a través del juego, la recreación, la participación y la exploración que facilite el desarrollo de su autonomía. Debe facilitar la integración, permitiendo el reconocimiento del otro.
Sin embargo, el desarrollo urbano de nuestras ciudades no ha sido armonioso para la integración social. La segregación territorial ha constituido espacios homogéneos de encuentro, con un déficit de áreas verdes, expuestos a la violencia, hacinamiento en viviendas de baja calidad, restringiendo el acceso a la recreación y el movimiento.
Es aquí donde radica el poder de intervenciones que tengan mirada territorial: la transformación del habitar en la ciudad otorga un soporte para los niños y niñas, sus familias y la comunidad, para desarrollar un vínculo más amigable que acompañe el fortalecimiento de programas de promoción de derechos y la prevención de su vulneración, otorgando así ambientes sanos y seguros. Con esto, el acceso a la garantía de derechos de manera justa, el desarrollo psicomotor, psicosocial, cognitivo, emocional, la construcción de autonomía, el desarrollo de la identidad y el sentido de pertenencia, dimensiones fundamentales del bienestar de un niño, niña y adolescente.
Quienes tengan el ímpetu de integrar el territorio como una variable fundamental para la garantía de derecho, deben propiciar el diálogo ciudadano que acoja la participación de los niños, niñas y adolescentes, no sólo al uso del espacio público, sino en el diseño, planificación y evaluación de políticas públicas del habitar. Un lugar que ha sido monopolizado por el mundo adulto, que aún, no logra reconocer a los niños y niñas como un sujeto de derecho y parte de la diversidad de la ciudad.
Por Anaïs Moraga Pereira